Antonio Gálvez
Ronceros (Chincha, 1932) se ganó su lugar en la literatura peruana con uno de
los libros que atrapó la palabra-voz y la volvió escritura: Monólogos desde las tinieblas (1975, 2009),
cuentos de entraña campesina afroperuana cuya cultura aparece “desde
dentro”, libro acaso inimaginable, de formas exageradas, candorosa y poblada de
humor, donde la narrativa parece más ficción que realidad que sutilmente
cuestiona el ego racialista que acaso pudiera tener el lector. La crítica ha centrado toda su atención en la
narrativa en la “utopía negra” tal como lo definió Carlos García Miranda, no le
ha puesto atención a toda la producción de Gálvez Ronceros, excepción hecha a
Perro con poeta en la taberna. Este proyecto narrativo junto con el de Gregorio Martínez, el
autor de Canto de Sirena (1977)
definió una de las dos líneas emblemáticas de nuestra narrativa contemporánea,
la afroperuana. La otra: la andina.
Ambas narrativas han invadido el territorio movedizo del canon literario, son
referentes que la Academia progresivamente estudia y compite con aquella que se
suele mencionarse como posboom y posmoderna.
Aunque la
narrativa de Gálvez Ronceros se ha focalizado en el cuento; aquí anoto las que
son en mi opinión la más relevantes, con ediciones y traducciones en otras
lenguas: las colecciones de cuentos Los
Ermitaños (1962), Historias para
reunir a los hombres (1988), Cuaderno
de agravios y lamentaciones (2003), La
casa apartada (2016); sus crónicas periodísticas reunidas en Aventura con el candor (1989) y su
novela Perro con poeta en la taberna
(Lima: Fondo Editorial Escuela de Edición de Lima, 2018) que tuvo una inmediata
recepción, la misma que fue considerada entre las novelas más vendidas por la
Feria del Libro Ricardo Palma (Lima, 2018).
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Perro con poeta en la taberna llamó la atención por la curiosa conversa sobre el
poeta y el poema que sigue una larga tradición sobre la vida y la obra, es decir, la poesía o el poeta. La característica de la trama y la extensión de esta obra nos
lleva a definirla como una novela corta, toda vez que en ella se desarrolla una
fábula que se desarrolla a lo largo de las 108 páginas. Estructuralmente
identificó dos momentos, el primero referido al encuentro del joven con el
poeta, de período breve; el segundo, que desarrolla la conversa de la conversa,
es decir, el encuentro de este joven con el perro, el diálogo y las historias
que cuenta el perro al poeta. Narra una voz que a la par es protagonista,
que actúa desde la condición de testigo de segunda, en la primera; en la
segunda, como testor de la existencia de un perro parlante, intercambia su voz
para narrar las historias de los letrados.
Una novela que
sugiere varias aristas, empezando por la naturaleza de la novela, el manejo del
tiempo, la sutiliza de la linealidad de relato y la historia que hiperboliza el
protagonismo de autores (poeta, narrador) o de los poemas (cuentos, novela), es
decir, el proyecto poético. Realizada de un tirón, no hay capítulo, solo la
historia que se narra. Como lectores distinguimos dos momentos, como ya
indicamos.
El inicio de la novela propone lo ocurrido a un poeta que viajó a Huancayo invitado a “un recital exclusivo de los mejor de su producción poética” (9), narrada por alguien que declara que “nunca h[a] tenido trabajo con gente de poesía” (7), es decir, la de un testigo secundario, narrador en primera persona, que notifica una conversación escuchada entre el poeta y su amigo. Sección en la que se delinea la historia, un recital que no se pudo efectuar, la azarosa búsqueda del local por parte del poeta, su encuentro con un inimaginable personaje: un “perro raquítico” que siempre sonreía y que habló al protagonista: “‘El recital fue cancelado porque no llegaste. ¿Qué ocurrió contigo, poeta?’”. Ambos terminan en un taberna.
La siguiente es la
historia que narra la novela pretextada por el poeta y no por el poema. Se
produce a raíz del encuentro del joven, el ocasional vendedor de sillas, y el
perro que siempre sonríe, relato que nos lleva a una taberna huancaína y
discurre en una larga charla con el perro que habló al poeta. Esta sección inicia: “Esta vez mi acompañante
no me hizo ninguna rectificación, ningún añadido, ningún comentario.” (15),
conversación fluida, como en el narrar de la novela. El narrador protagonista
revela sus andanzas de negociante en Huancayo y su encuentro con el perro de
“sonrisa congelada” y evidencia elementos identitarios de la cultura local
(saxofón, huaylas, etc). Esta vez en una cantina, vienen las sucesivas historias
de los poetas. Historia en la que el perro,
ya a tono con las alturas de borrachos, puntualiza como cojudismo la actitud del poeta respecto al poema, por eso contrapondrá
poeta y poema, las historia deviene ahora como una prolongación ficcional de comunidad
letrada situada en Lima: la más modesta,
la del poeta jaujino que tenía invitación para viajar, pero le llegó la inspiración, el poema, y
se quedó para escribirlo; la del grupo de poetas señoritos que especula, en un
bar, qué lugar iba a ocupar cada uno en el
concurso y la de un mesero que resultó ser
el ganador de aquel concurso; la de una narrador ansioso por publicar, la
de un parlanchín desbocado y espeso, cuyo destino será la nadaría; la de un poeta
enredado en sus creencias de santón aún frente la miseria del trabajo de sus
ancianos padres. Y algunas anécdotas que confluyen con la historia del poeta
que no pudo dar su recital en el interior del país. Esta fluye con una sola
restricción para la continuidad del relato, la actitud de escucha del poeta que
va delineando el perro, ahora como voz narrativa: “El joven poeta del recital
que nunca fue continuaba aparentando indiferencia a mis historias. Pero esta
vez tampoco fue impedimento para entregarle otra” (:65).
3
Ya dijimos que desliza una poética. Esta poética pone en cuestión el papel del autor y su relación con la obra. De allí que en términos narrativos el narrador protagonista pasa de testigo a testigo que presta la voz al perro raquítico que cuenta la historia para proponer una realidad en la que el poema se tendría que distanciarse de los excesos del ego. De allí la distinción primera: poema, poeta. ““Yo, aprovechando el respiro que luego se dio con el evidente propósito de recuperar el resuello para seguir amontonando sus quejas, le dije que hacía muy mal dedicarse a poeta y no a la poesía” (:24, énfasis mío). Situación que ubica al poeta como el centro de preocupaciones, en una distancia que tiene la perversidad de las discriminaciones o el insulto: “‘¿Tú eres mesero de este café?’” para luego insistir, “‘¿Tú has ganado el primer premio del reciente concurso de poesía?’” (:37), en la que creencia de que la poesía es solo de letrados, de gente de cenáculos, de bohemios y no de gente modesta –diríamos- como el mesero que acaba de ganar, en relato, el concurso y, por eso, prohíben que el mesero, que ha terminado su turno, celebre su triunfo. Adicionalmente, modulada en la historia que le preside, un poeta invitado a viajar, que prefiere el poema.
La cuota de
realismo viene con los excesos del poder de un narrador que había sido
diplomático, que apela a todas las esferas del poder para que sea incluido en la
colección de libros a ser publicados por la comuna. Esa misma cuota está
también en el caso de poeta santón que no ayuda a sus padres ancianos a
cultivar la chacra: “Pero, hijo, ya nos sentimos sin fuerzas para seguir.
¿No podrías reemplazarnos siquiera un día? ¿Queeé? ¿Yo desenterrando camotes?”
(:99).[1] En
este mismo núcleo se desplaza también
una historia de los diarios utilizados por la dictadura de Fujimori (pp. 59-65)
Esta poética, es a
la par la poética de Antonio Gálvez Ronceros, tranquilo, sin mayores exhibiciones,
sino las necesarias, que dejó que sus cuentos crezcan entre sus lectores. La de
su obra, la del poema, no la del narrador, no la del poeta; el poema, como “una
desigualdad en la que el poeta quedará sepultado, hasta la anulación, por su
propia poesía.” (:24).
Perro con poeta en la taberna resulta una novela que cuestiona premios, relaciones,
grupos, jurados, espacios letrados, correctores, periodistas, el mundo de los
escritores y su obra. Al final una postula el sentido de la obra misma, sobre
la forma específica del texto, un programa narrativo, que tensado por lo insólito,
nos devuelve a la esfera letrada con humor, con vivacidad,
gracejo y contundencia, frente a ese “arte para exhibir su ego” que “se llama cojudismo, a fin de cuentas un modo de
hacer el ridículo y perder la dignidad” (:25). De hecho, una metáfora del duro
trabajo de la poesía, de la narración. Y como era de esperar, el narrador nos
sorprende con la certeza del extraño perro parlante y la duda de si
efectivamente la invitación ocurrió. La suya, la del poeta, será la opción del
poema, tal como finaliza la novela:
–Amigo, no sabe usted lo que me llevo: un
poema –y se alejó.
Pensé
que yo estaba usurpando el lugar que le correspondía a un poeta y sentí que me
ruboricé. (108).
[1] Desde otro ángulo, la
literatura podría leerse como documento. Esto permitiría que la historiografía
y la sociología identifique la escena literaria de los 50 y 70 del siglo
pasado, la generación de 50.
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