Una novela singular: Hijo del desierto de Miguel Arbildo
Hay
narrativas que nos parecen, en estricto, ficción. Un libro como del Miguel
Arbildo, me refiero a Hijo del desierto
(Lima: Ornitorrinco, 2019). La defino como novela singular: se realiza desde los
límites de la pobreza y aparición de un espacio no explorado por la literatura,
nos referimos al desierto. La historia que nos cuenta es lineal, sencilla y de
una progresiva intensidad narrativa. Una escritura de tonalidad norteña. Novela
singular.
La hoja de vida Miguel Arbildo es breve, pero con magia para narrar. Perteneció al Grupo Literario Namul de Chiclayo, ha publicado como plaqueta El jilguero y otros cuentos (2011) y Cerrazón (2015).
La hoja de vida Miguel Arbildo es breve, pero con magia para narrar. Perteneció al Grupo Literario Namul de Chiclayo, ha publicado como plaqueta El jilguero y otros cuentos (2011) y Cerrazón (2015).
Hijo del desierto pone nuevos términos a la narrativa del Norte del Perú, escasamente estudiada, a diferencia de la poesía como ocurre con la antología de Bethoven Medina o mis trabajos sobre el mismo asunto en La alforja de chuque. Pero, ¿qué hay de la narrativa norteña? Poco, muy poco. Esta novela no deja de evocarnos una modernidad desafiante en los términos que otrara trabajaran Hildebrando Pérez Huaranca, Cronwell Jara y Miguel Gutiérrez.
La
anécdota sencilla un forastero transita por el ardiente desierto. La novela se
inicia con un relato de tono realista y puntual: “Todo empezó en Valle Seco,
poblado arenoso de ralas casuchas donde vi una muchacha de talle macizo y su
abuela ojerosa como una difunta.” La primera persona narrativa es la domina y fabula.
Fidencio, un extraño, decide ayudar a reparar la choza de Lorenza. Tras esta
ayuda, se produce un amorío, pero de amores no vive la gente. Empieza
la travesía. En Valle Seco no hay nada que comer nada en que trabajar, ni vegetación.
Polvo, arenal, dunas, sudor, canícula. Nada. Goce del cuerpo seguido de reclamo
sencillo. “¿Qué hace tirado, Fidencio? Acá necesito comida. Ve cómo te las
arreglas para traérmela.” Las travesías serán
largas y casi siempre con logros escasos, con poco que compartir. La niña se
enferma, Fidencio lograr romper la barrera del arenal, pero la ciudad, no lo rechaza.
No atienden a su niña, no puede pagar el servicio.
Al
borde del límite decide abandonar Valle Seco, transita por espacios desconocidos,
casi para la nada, camino próximo a la muerte, pero de pronto, el hastío, el
cansancio y en la frontera de la muerte: “pero, ¿cómo volver desde tanta
lejura? Nuestras piernas ya no nos daban para mucho y, encima de todo, Valle
Seco, encendido en su rencor, no me dejaría vivo”, llega a otro caserío Corazón
del desierto. Allí se encuentra con algo de esperanza, colabora con el viejo a
quien apoyara en la carpintería, ahora en el cultivo de la caña y el camote.
Caseríos aislados en medio del desierto, entre ventiscas y duna, donde el hombre, mujer, semejan al algarrobo, como aldeas arcaicas detenidas en el tiempo, en la miseria de esa realidad. Una escritura que testimonia la ausencia del estado. Ese estado que niega al pobre, que lo arrincona, que lo descalifica. Primero, los servicios médicos, negado ante la casi la muerte de la hija de Fidencio; luego, la detención de Ojeda, acusado de terrorismo, el único nexo con la ciudad; y, finalmente, la patria en guerra, el ejercito que recluta violentamente a los pobladores para que vayan al frente de batalla. Actúa desde un esquema progresivo, entre la persona, el amigo y el caserío.
Realidad
o ficción. No interesa. Poblados desconectados de la red de país, aislados,
perdidos en el desierto. Esta novela parece desconectada de la realidad globalizada,
de la celebración perversa de los medios o de los congresistas y jueces
corruptos. Pero esta escritura aparece como ficción de la violencia, como algo
que no es posible imaginar. Esta realidad intensa parece al final una ficción. En
todo caso una intensa ficción de la realidad.
Así
la segunda edición de Hijos del desierto
se inscribe en la gran tradición de nuestra novela, un extremado realismo que
termina apareciendo como ficción y en su sencillez de novela corta nos lleva
por los caminos de una narrativa que sabe de la palabra, la exquisitez de una
narrativa intensa, de un segmento de esa realidad escasamente tratada por
nuestra narrativa. La novela de Miguel Arbildo nos acoge como parte de la
historia, de aquella historia que se silencia, de aquella que no forma agenda
del debate nacional, pero hace a este país. Una novela corta que cuestiona,
finalmente, las miradas hegemónicas de nuestra narrativa.
Gonzalo
Espino Relucé
Eila-UNMSM
No hay comentarios.:
Publicar un comentario