Hace una semana, a las 0.15 del jueves 3 noviembre, mi madre nos dejó con el corazón herido, una tristeza que todavía no sabemos cuando ha de concluir.
Sé que se ha ido, que vive entre nosotros, pero la ausencia es otra cosa. Otro cantar.
Ella nuevamente nos hizo ver cuánto fue y es admirada, querida y amada. El encuentro con mis primos y primas hermanas, nos hizo sonreir, alegrarnos y celebrar que todavía vivimos. Eso es lo que quiero compartir. Como creador, en adelante suscribiré Gonzalo E. Relucé.
Leí este texto para despedirme de mi madre.
Estos últimos años han sido de mucha tristeza y dolor. ¿Quién
no ha visto partir a la persona amada, al hermano, a la hermana, al amigo, a la
amiga, a la querida, al querido...? Es difícil aceptar esa realidad. Asisto hoy
a despedir de mi madre, a Nati, a doña Blanquita, mi madre. Es decir, a doña
Brígida Natividad Relucé Chuque de Espino. Lo de Espino lo marcaba; por cierto,
no le gustaba su primer nombre, así que cuando queríamos fastidiar la
llamábamos “mamá Brígida” y ya escucho las respuestas de ella.
No tengo la certeza de que estas palabras dibujen a mi madre
con la exactitud de una fotografía. Las palabras se vuelven imprecisas e
infieles. ¿De qué se puede hablar cuando digo mamá, mi madre? ¿De qué se puede
hablar? Las palabras son sordas, no se apegan a lo que queremos expresar, se
vuelven inevitablemente esquivas e inalcanzables para expresar lo que sentimos
y dejar la huella de ella.
No quiero recordarla con tristeza, la quiero retener como aquella mujer que siempre nos llenaba de ternura y alegría, aquella mujer valiente y decidida a realizar los sueños que había trazado mi padre, quería que estudiáramos, que fuéramos profesionales. Ella vivió esa parte de los sueños cumplidos.
Antes de la pandemia, hace seguramente cinco años, recuerdo que
salí a caminar con doña Blanquita y por esas cosas que tenemos los poetas, había
agachado la cabeza. Me dijo algo que puedo repetir con presteza. “Levanta la
cabeza carajo, ¡eres Relucé!”. Me recordaba eso que se llama orgullo, que no había
que agachar la cabeza, esa lección de dignidad y tener su lugar en el mundo
porque no tienes que pagar favores a nadie, ni nada por el estilo.
Automáticamente levanté la cabeza y respondí, “Mamá se acaba de ir un poema”.
Seguimos conversando del pueblo, de esas cosas que no perdemos los romanos,
enterarnos de nuestra gente pese a la distancia y los años, aquellas son parte
de nuestras historias cotidianas, satisfacciones, logros, peleas, sacadas
vueltas, robos, enfermedades, muertes, etc. Nos gusta hablar de ello porque
somos de esta tierra, y eso sí que tiene magia y ternura: chismosear.
Esa era mi madre. La recuerdo también cuando ya estaba fuera de Tulape, mi padre estaba hospitalizado y en coma. Nunca se amilanó, es posible que en su fuero interno llorara, pero no la vi así, ella tenía toda la seguridad que mi papá volvería, que en cualquier momento iba hablar y mirarnos nuevamente. Javier llegó primero, luego lo hice yo, honestamente por los datos que daban los médicos no tenía expectativas de que de que el Negro Robles se sobrepusiera a ese coma. Javier y mi madre tenían toda esa seguridad, y así fue. Mi padre habló y nos reconoció, después le dieron alta y lo trajimos a casa.
Ella solía llamar la atención a mi padre. Solía hacerlo. Un
día reparé en eso, le reclamé, estaba con Flor, no sé si con Nati o Dalia,
habíamos estado por Etén, Pimentel y los asientos históricos de los lambayeques,
estaba en su casa. Le pregunté, “¿Qué mamá, no hay acaso para este hombre que ha
vivido tantos años contigo una palabra?, ¿no tienes tú una palabra bonita para
él? A ver mamá, a ver Nati, ¿no hay
acaso algo que te guste de mi papá?” Ella nos miró a todos, era hora de
almuerzo. Mi madre nos miró, toditos estuvimos atentos a ella, incluso toda la
bulla de la calle había silenciado, todo se había detenido y parecía que afuera
también querían escuchar lo que iba decir mi mamá. “Yo lo quiero a mi Negro, yo
lo amo”, dijo. Sus palabras fueron dulces, cariñosas, tiernas. Nos hacíamos
mantequilla en pleno sol, como si fuera la declaración amor de todos los tiempos
y se dejaba escuchar por primera vez.
Así supimos el amor que siempre tuvo por mi padre. Era otra vez esa mujer enamorada de ese hombre
que solía decirle palabras milagrosas, de cupidos afectos que le regalaba solo
pétalos de rosas o jazmines. Aunque fueran palabras eran solo para ella.
Siempre me pregunté como hacía para que todos nosotros, sus
hijos, sus diez hijos, hijas, nos sentáramos satisfechos a la mesa. Recuerdo
los platos calientitos, rebosantes, olorosos y gratos a la vista. Un día pude
observar que el plato que había preparado era al mismo tiempo uno que salía
para algún empleado o vecina que sabía que mi madre ese día había preparado pato
o cabrito, o alguno de esas delicias que nos gustan aquí. Comer y recuperar,
parece que era su consigna. Siempre había uno o dos platos para mantener la
olla de la casa.
Un día mi tío Daniel Licán dejó de ser ese hombrecito que
llegaría en una avioneta. Era real. Y llegó a casa. Yo ya era chiquillo, mi tío
Daniel se trajo una damajuana de vino; mi padre estaba trabajando, se suponía
que el regresaba a medio día, pero no ocurrió así. Llegó mucho más tarde. Mi
tío que tenía un encanto que se hacía querer rápidamente, preguntó a cada uno
de sus sobrinos y sobrinas cómo nos íbamos en la escuela, nos regalaba algún
detalle. Nos hablaba de la Paula, de mis primos Roger, Nando y Vanesa. Era
hermoso escucharlo. Bueno mi mamá le dijo que el Negro retornaba a medio día.
La Nati había visto la damajuana, le reclamo si el vino era solo para hombres,
que se estaba olvidando que a su hermanita gustaba el vino, que eso lo sabía,
que toma una copia desde pequeña. Entonces, mi tío abrió la damajuana y
empezaron a tomar. A las 10 mi mamá le dijo a su hermano, que esperara un
momentito, que tenía que poner la olla y, efectivamente, dejo todo preparado.
Estaba cocinando el almuerzo. Siguieron
tomando y comenzaron a cantar, mi tío no, a él lo miré contento y feliz de ver
y escuchar a su hermanita cantando. Y la Nati cantaba. Mi padre finalmente
llegó, mamá estaba mareadita. Mi papá nunca la había visto así, tampoco
nosotros. Él llegó, se lavó y cambió, tomó, creo, solo dos vasitos y nada más,
¿cosa rara, no? Estaba atento a mi mamá. Ese día fue su día. Así lo celebró.
En las navidades la veo en su ajetreo interminable. Al final
de la tarde del 24, revisando si algo faltaba. Oh, sorpresa, faltan algunos
detalles. Los que mamá solía traer a los pequeñas y pequeños, el regalo de
navidad, y para los mayorcitos, una tela, camisa, pantalón o vestido, según
fuera el caso. Pero siempre llegaba con algo, incluido los champagnes para
tomar en la noche buena. No sé le olvidaba
nada de aquello que ese día deseaba tuvieran sus hijos.
Mis primos del norte solían llegar en el verano o en agosto. Coincidía casi siempre con el cumpleaños de mis abuelos. Solían llegar mi tía Consuelo, su esposo y mis primos con quienes hemos mantenido siempre una relación de cariño y de hermandad. Ella siempre los recibía y su casa era una fiesta, un encuentro de alegría, recuerdos y promesas. Estas mismas contentaciones la deparaba a toda nuestra familia, a mi tío Goyo, Maco, los Flores y nuestros otros parientes.
Nati enseñó a sus hijas a pelearse por ellas misma. Le
hablaba con candor especial sobre el amor. Mi hermana Juana era la que tenía
que aprender la sazón de mamá, pero se tardó en hacerlo y finalmente se convirtió
en una ingeniosa mujer de los tejidos. Viky fue siempre la mujer que se acercó
a la mamá, con cariño infinito solía tener algunos encontrones con mamá, la
hincha la U terminó siendo nuestra guardiana junto con Juanita. María y
Panchita fueron las dos adolescentes que estudiaron en Ascope, siempre
atentas y amorosas con mamá, creo que
Mary heredó la sazón de pato norteño que tenía mamá. Panchita empezó a
descubrir el mundo y saco adelante a su familia, haciendo que la vida se la
maestra. Viky, Mary y Panchita son maestra muy estimada por sus alumnos y los
padres de familia. Camucha y Mónica pertenecen
a esa generación de mis hermanos que no alcancé a ver su crecimiento, eran nuestro
shulquitas junto con James. Camucha mi hermanita que siempre está atenta a mi
persona, vivimos cerca. La Monka, cariñosa como es, siempre me fastidia por no
haber aprendido a sembrar hortalizas. Todas ellas fueron de la mamá que no
conocíamos. Para nosotros, me refiero a los mayores, era una mamá pulcra, en su
palabra no había palabrotas ni nada para el estilo. No había “china ardilosa”,
ni nada por el estilo. Cuando ellas se quejaban, conmigo o Javier, que mamá era
así o asá no les creíamos. Pero todo lo que ella hacía lo hacía con el afecto y
querencia que tenía cada una de mis hermanas. James fue el shulquito de los
varones, solía hacer unas marraquetas de manteca que ya no lo he vuelto a
saborear en el valle. Perdimos muy tiernita a mi hermana Eugenia, la rememoro
ahora.
No sé exactamente cuanta tristeza le llegó al corazón cuando
su amiga doña Yolanda Risco murió. Ella
la había acompañado cuando su hijo mayor fue asesinado en una emboscada
senderista. Doña Yolita era una de sus
amigas, eran confidentes y ambas tenía una chispa especial para decir las
cosas, yo me volvía colorado cuando las escuchaba. Pero ese día llegó, la dejó,
sé que se instaló en su casa un vacío, como los vacíos que solemos dejar los
que nos vamos, ¿así tiene que ser la vida?
Nos tocó vivir la incertidumbre de una mujer que iba y venía del hospital. Una semana en el hospital de Casa Grande, una semana en casa. Yo estudiaba en Gran Unidad, en una ocasión la extrañé tanto que decidí ir a verla como a la una de la tarde. Llegué a la entrada del hospital, entré y me dirigí a la sala de hospitalizados, me detuvieron. Precisé que iba a ver a mi mamá, me dijeron que no podía pasar, que era menor de edad y que tenía me venir con un mayor, los vigilantes me sacaron. Me acompañaron hasta la salida, estaba bajando los pasos cortos de la escalera que tenía el nosocomio, cuando escucho su voz que me pobló de ternura y sentido, yo estaba con la rabia metida en el corazón y los ojos llorosos, o llorando, porque no podía ver a mamá. Mi madre me abraza, me acoge, me acaricia mi cabeza, me lleva a sus brazos, me dice palabras bonitas (no las voy a decir, fueron solo para mi). Y me pone contento. Me dio sus bendiciones, me besó y ya me pude retirar jubiloso. Ese día fue uno de los más triste que se convirtió en una danza de alegría cuando ella llegó a mí.
¿Cómo describir a mi madre? ¿Cómo hablar de ella? Las
palabras ni siquiera alcanza la brillantez ni la lozanía de su piel, ese color
blanco, de mujercita diferente. Las palabras casi no dicen nada y nos pueden
llevar al desierto del olvido, pero uno terco, Espino, Relucé, al fin, descubro
el silencio. El silencio de aquello que tiene que ser parte de nuestra memoria.
Parece que lo único que queda es el mutismo. El silencio de un recuerdo entero,
la bulla de un silencio poblado de ternura. La mudez que nos acorrala y no nos
deja hablar de la mujer que nos amó y que amamos. Aquella que mora en cada
pedacito de nuestro corazón, en cada pedazo de nuestro aliento, aquella que nos
alumbra, nos hace sonreír todos los días, ella, Natividad Relucé Chuque, mi
madre.
Gonzalo E. Relucé
5 noviembre 2022.
3 comentarios:
lindas palabras hacia la mamá Nati ❤️ la tendremos siempre en nuestros corazones.
Qué bello este arte de expresar el amor con palabras. Gracias tío. Mama Naty estará siempre en nuestros corazones y procuraré brillar así cuando me mire continue siendo feliz. Hasta volvernos a encontrar mamita.
Cuánto dolor, maestro Gonzalo, acuñado con la ternura de su madre. Las madres tienen el don y la gracia del mismo Dios, ellas saben mucho más que el dolor es la presencia del amor.
Quiero desearle la paz y resignación, saber que ella estará con usted siempre presente.
Bendiciones,
Enma
Publicar un comentario