Nati, doña Blanquita, mi madre/ In memoriam/ Gonzalo E. Relucé

Hace una semana, a las 0.15 del jueves 3 noviembre, mi madre nos dejó con el corazón herido, una tristeza que todavía no sabemos cuando ha de concluir.  

Sé que se ha ido, que vive entre nosotros, pero la ausencia es otra cosa. Otro cantar.

Ella nuevamente  nos hizo ver cuánto fue y es admirada, querida y amada. El encuentro con mis primos y primas hermanas, nos hizo sonreir, alegrarnos y celebrar que todavía vivimos.  Eso es lo que quiero compartir. Como creador, en adelante suscribiré Gonzalo E. Relucé. 

Leí este texto para despedirme de mi madre.

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Estos últimos años han sido de mucha tristeza y dolor. ¿Quién no ha visto partir a la persona amada, al hermano, a la hermana, al amigo, a la amiga, a la querida, al querido...? Es difícil aceptar esa realidad. Asisto hoy a despedir de mi madre, a Nati, a doña Blanquita, mi madre. Es decir, a doña Brígida Natividad Relucé Chuque de Espino. Lo de Espino lo marcaba; por cierto, no le gustaba su primer nombre, así que cuando queríamos fastidiar la llamábamos “mamá Brígida” y ya escucho las respuestas de ella.

No tengo la certeza de que estas palabras dibujen a mi madre con la exactitud de una fotografía. Las palabras se vuelven imprecisas e infieles. ¿De qué se puede hablar cuando digo mamá, mi madre? ¿De qué se puede hablar? Las palabras son sordas, no se apegan a lo que queremos expresar, se vuelven inevitablemente esquivas e inalcanzables para expresar lo que sentimos y dejar la huella de ella.

No quiero recordarla con tristeza, la quiero retener como aquella mujer que siempre nos llenaba de ternura y alegría, aquella mujer valiente y decidida a realizar los sueños que había trazado mi padre, quería que estudiáramos, que fuéramos profesionales. Ella vivió esa parte de los sueños cumplidos.



Con mi primo Hilton, ahijado de mamá y  mis vecinos (4.11.2022) 

Antes de la pandemia, hace seguramente cinco años, recuerdo que salí a caminar con doña Blanquita y por esas cosas que tenemos los poetas, había agachado la cabeza. Me dijo algo que puedo repetir con presteza. “Levanta la cabeza carajo, ¡eres Relucé!”. Me recordaba eso que se llama orgullo, que no había que agachar la cabeza, esa lección de dignidad y tener su lugar en el mundo porque no tienes que pagar favores a nadie, ni nada por el estilo. Automáticamente levanté la cabeza y respondí, “Mamá se acaba de ir un poema”. Seguimos conversando del pueblo, de esas cosas que no perdemos los romanos, enterarnos de nuestra gente pese a la distancia y los años, aquellas son parte de nuestras historias cotidianas, satisfacciones, logros, peleas, sacadas vueltas, robos, enfermedades, muertes, etc. Nos gusta hablar de ello porque somos de esta tierra, y eso sí que tiene magia y ternura: chismosear.


Esa era mi madre. La recuerdo también cuando ya estaba fuera de Tulape, mi padre estaba hospitalizado y en coma. Nunca se amilanó, es posible que en su fuero interno llorara, pero no la vi así, ella tenía toda la seguridad que mi papá volvería, que en cualquier momento iba hablar y mirarnos nuevamente.  Javier llegó primero, luego lo hice yo, honestamente por los datos que daban los médicos no tenía expectativas de que de que el Negro Robles se sobrepusiera a ese coma. Javier y mi madre tenían toda esa seguridad, y así fue. Mi padre habló y nos reconoció, después le dieron alta y lo trajimos a casa.

Ella solía llamar la atención a mi padre. Solía hacerlo. Un día reparé en eso, le reclamé, estaba con Flor, no sé si con Nati o Dalia, habíamos estado por Etén, Pimentel y los asientos históricos de los lambayeques, estaba en su casa. Le pregunté, “¿Qué mamá, no hay acaso para este hombre que ha vivido tantos años contigo una palabra?, ¿no tienes tú una palabra bonita para él?  A ver mamá, a ver Nati, ¿no hay acaso algo que te guste de mi papá?” Ella nos miró a todos, era hora de almuerzo. Mi madre nos miró, toditos estuvimos atentos a ella, incluso toda la bulla de la calle había silenciado, todo se había detenido y parecía que afuera también querían escuchar lo que iba decir mi mamá. “Yo lo quiero a mi Negro, yo lo amo”, dijo. Sus palabras fueron dulces, cariñosas, tiernas. Nos hacíamos mantequilla en pleno sol, como si fuera la declaración amor de todos los tiempos y se dejaba escuchar por primera vez.  Así supimos el amor que siempre tuvo por mi padre.  Era otra vez esa mujer enamorada de ese hombre que solía decirle palabras milagrosas, de cupidos afectos que le regalaba solo pétalos de rosas o jazmines. Aunque fueran palabras eran solo para ella.

Siempre me pregunté como hacía para que todos nosotros, sus hijos, sus diez hijos, hijas, nos sentáramos satisfechos a la mesa. Recuerdo los platos calientitos, rebosantes, olorosos y gratos a la vista. Un día pude observar que el plato que había preparado era al mismo tiempo uno que salía para algún empleado o vecina que sabía que mi madre ese día había preparado pato o cabrito, o alguno de esas delicias que nos gustan aquí. Comer y recuperar, parece que era su consigna. Siempre había uno o dos platos para mantener la olla de la casa.

Un día mi tío Daniel Licán dejó de ser ese hombrecito que llegaría en una avioneta. Era real. Y llegó a casa. Yo ya era chiquillo, mi tío Daniel se trajo una damajuana de vino; mi padre estaba trabajando, se suponía que el regresaba a medio día, pero no ocurrió así. Llegó mucho más tarde. Mi tío que tenía un encanto que se hacía querer rápidamente, preguntó a cada uno de sus sobrinos y sobrinas cómo nos íbamos en la escuela, nos regalaba algún detalle. Nos hablaba de la Paula, de mis primos Roger, Nando y Vanesa. Era hermoso escucharlo. Bueno mi mamá le dijo que el Negro retornaba a medio día. La Nati había visto la damajuana, le reclamo si el vino era solo para hombres, que se estaba olvidando que a su hermanita gustaba el vino, que eso lo sabía, que toma una copia desde pequeña. Entonces, mi tío abrió la damajuana y empezaron a tomar. A las 10 mi mamá le dijo a su hermano, que esperara un momentito, que tenía que poner la olla y, efectivamente, dejo todo preparado. Estaba cocinando el almuerzo.  Siguieron tomando y comenzaron a cantar, mi tío no, a él lo miré contento y feliz de ver y escuchar a su hermanita cantando. Y la Nati cantaba. Mi padre finalmente llegó, mamá estaba mareadita. Mi papá nunca la había visto así, tampoco nosotros. Él llegó, se lavó y cambió, tomó, creo, solo dos vasitos y nada más, ¿cosa rara, no? Estaba atento a mi mamá. Ese día fue su día. Así lo celebró.

En las navidades la veo en su ajetreo interminable. Al final de la tarde del 24, revisando si algo faltaba. Oh, sorpresa, faltan algunos detalles. Los que mamá solía traer a los pequeñas y pequeños, el regalo de navidad, y para los mayorcitos, una tela, camisa, pantalón o vestido, según fuera el caso. Pero siempre llegaba con algo, incluido los champagnes para tomar en la noche buena.  No sé le olvidaba nada de aquello que ese día deseaba tuvieran sus hijos.


Mis primos del norte solían llegar en el verano o en agosto. Coincidía casi siempre con el cumpleaños de mis abuelos.  Solían llegar mi tía Consuelo, su esposo y mis primos con quienes hemos mantenido siempre una relación de cariño y de hermandad. Ella siempre los recibía y su casa era una fiesta, un encuentro de alegría, recuerdos y promesas. Estas mismas contentaciones la deparaba a toda nuestra familia, a mi tío Goyo, Maco, los Flores y nuestros otros parientes.

Nati enseñó a sus hijas a pelearse por ellas misma. Le hablaba con candor especial sobre el amor. Mi hermana Juana era la que tenía que aprender la sazón de mamá, pero se tardó en hacerlo y finalmente se convirtió en una ingeniosa mujer de los tejidos. Viky fue siempre la mujer que se acercó a la mamá, con cariño infinito solía tener algunos encontrones con mamá, la hincha la U terminó siendo nuestra guardiana junto con Juanita. María y Panchita fueron las dos adolescentes que estudiaron en Ascope, siempre atentas  y amorosas con mamá, creo que Mary heredó la sazón de pato norteño que tenía mamá. Panchita empezó a descubrir el mundo y saco adelante a su familia, haciendo que la vida se la maestra. Viky, Mary y Panchita son maestra muy estimada por sus alumnos y los padres de familia.  Camucha y Mónica pertenecen a esa generación de mis hermanos que no alcancé a ver su crecimiento, eran nuestro shulquitas junto con James. Camucha mi hermanita que siempre está atenta a mi persona, vivimos cerca. La Monka, cariñosa como es, siempre me fastidia por no haber aprendido a sembrar hortalizas. Todas ellas fueron de la mamá que no conocíamos. Para nosotros, me refiero a los mayores, era una mamá pulcra, en su palabra no había palabrotas ni nada para el estilo. No había “china ardilosa”, ni nada por el estilo. Cuando ellas se quejaban, conmigo o Javier, que mamá era así o asá no les creíamos. Pero todo lo que ella hacía lo hacía con el afecto y querencia que tenía cada una de mis hermanas. James fue el shulquito de los varones, solía hacer unas marraquetas de manteca que ya no lo he vuelto a saborear en el valle. Perdimos muy tiernita a mi hermana Eugenia, la rememoro ahora.

No sé exactamente cuanta tristeza le llegó al corazón cuando su amiga doña Yolanda Risco murió.  Ella la había acompañado cuando su hijo mayor fue asesinado en una emboscada senderista.  Doña Yolita era una de sus amigas, eran confidentes y ambas tenía una chispa especial para decir las cosas, yo me volvía colorado cuando las escuchaba. Pero ese día llegó, la dejó, sé que se instaló en su casa un vacío, como los vacíos que solemos dejar los que nos vamos, ¿así tiene que ser la vida?


Nos tocó vivir la incertidumbre de una mujer que iba y venía del hospital. Una semana en el hospital de Casa Grande, una semana en casa. Yo estudiaba en Gran Unidad, en una ocasión la extrañé tanto que decidí ir a verla como a la una de la tarde. Llegué a la entrada del hospital, entré y me dirigí a la sala de hospitalizados, me detuvieron. Precisé que iba a ver a mi mamá, me dijeron que no podía pasar, que era menor de edad y que tenía me venir con un mayor, los vigilantes me sacaron. Me acompañaron hasta la salida, estaba bajando los pasos cortos de la escalera que tenía el nosocomio, cuando escucho su voz que me pobló de ternura y sentido, yo estaba con la rabia metida en el corazón y los ojos llorosos, o llorando, porque no podía ver a mamá. Mi madre me abraza, me acoge, me acaricia mi cabeza, me lleva a sus brazos, me dice palabras bonitas (no las voy a decir, fueron solo para mi). Y me pone contento.  Me dio sus bendiciones, me besó y ya me pude retirar jubiloso. Ese día fue uno de los más triste que se convirtió en una danza de alegría cuando ella llegó a mí.

¿Cómo describir a mi madre? ¿Cómo hablar de ella? Las palabras ni siquiera alcanza la brillantez ni la lozanía de su piel, ese color blanco, de mujercita diferente. Las palabras casi no dicen nada y nos pueden llevar al desierto del olvido, pero uno terco, Espino, Relucé, al fin, descubro el silencio. El silencio de aquello que tiene que ser parte de nuestra memoria. Parece que lo único que queda es el mutismo. El silencio de un recuerdo entero, la bulla de un silencio poblado de ternura. La mudez que nos acorrala y no nos deja hablar de la mujer que nos amó y que amamos. Aquella que mora en cada pedacito de nuestro corazón, en cada pedazo de nuestro aliento, aquella que nos alumbra, nos hace sonreír todos los días, ella, Natividad Relucé Chuque, mi madre.

Gonzalo E. Relucé

5 noviembre 2022.


3 comentarios:

Estrella dijo...

lindas palabras hacia la mamá Nati ❤️ la tendremos siempre en nuestros corazones.

Ylenia Chávez Espino dijo...

Qué bello este arte de expresar el amor con palabras. Gracias tío. Mama Naty estará siempre en nuestros corazones y procuraré brillar así cuando me mire continue siendo feliz. Hasta volvernos a encontrar mamita.

Unknown dijo...

Cuánto dolor, maestro Gonzalo, acuñado con la ternura de su madre. Las madres tienen el don y la gracia del mismo Dios, ellas saben mucho más que el dolor es la presencia del amor.
Quiero desearle la paz y resignación, saber que ella estará con usted siempre presente.
Bendiciones,
Enma