La narración está caracterizada por la materia de la
lengua y la confluencia de lenguajes. Si la gramática de la lengua hace el
relato, su unidad ocurre solo cuando esta es narrada y se ayuda de los
lenguajes. Y eso es lo que ha ocurrido en la historia andina como las voces de
mujeres, que cómo recordé en una ocasión son voces casi siempre olvidada toda
vez que el trabajo de recopilación -e inventario- se ha sostenido en los varones,
de allí que podamos derivar que todos los relatos recogidos tienen un sesgo
básicamente falocéntrico. Es decir, quien modula y escucha la voz, finalmente será
un varón, lo que eventualmente estaría impidiendo que se narre según la
necesidades de la historia.
Corresponde recordar que los actos de habla que
acompañan la narración oral van a la par de un conjunto de lenguajes que hacen
posible su realización. La relación que establece el narrador(a) con su(s)
oyente(s) es exactamente la que este le sugiere. Se trata de una suerte contrato tácito se ve
acompañado por un texto, pero su realización demanda eficacia no solo de la
autosuficiencia de la materia del lenguaje sino del cuerpo que acompaña al
relato. No solo es la confluencia entre
los que narran y los que escuchan, momento y espacio específico sino también se
relaciona a la confluencia de lenguajes que se suceden en el evento.
Si como hemos dicho el auditorio, los oyentes, suelen
“dar” conformidad o disconformidad al narrador, según sea lo que se narra. O
mejor aún “autorizan” al narrador, estas manifestaciones en el acto de narrar se
ven acompañadas de otros lenguajes. Pienso, por ejemplo, en los que
escucharon(mos) a las “escasas” narradoras de la tradición oral como Carmen
Taripha (quechua), Bertha Villanueva
(aymara) [1] o Nemesia Iparraguirre (moche)[2].
Es decir, la experiencia vivida del relato no solo en su cadencia textual sino
en los movimientos del cuerpo, dosificadas por el lenguaje de los lenguajes. El
extenso trabajo de recopilación de relatos y canciones quechuas que el padre
Jorge A. Lira escuchó, recogió y
transcribió corresponde a una figura más singulares, exactamente a una mujer:
Carmen Taripha que José María Arguedas nos
dio el retrato de ella en las solapas de Canto
de Amor (1956). Recuerda que la conoció en 1944, que sus padres “habían
sido servidores de un tambo [a] donde los viajeros indios o mestizos” solían
llegar y que en las noches, cantaban, hacían adivinanzas, competían en insultos
o “contándose cuentos” y que murió a los 30 años de edad. Nos interesa la forma
como narraba:
Cantamos huaynos
y le escuché narrar cuentos.
Su repertorio de
canciones y cuentos era aparentemente inacabable. […]
Carmen tenía una
destreza artística maravillosa, mínima. Causaba terror o encantaba o nos hacía desternillarnos de risa según el
cuento que narrara.
(Lira 1956)
Arguedas nos recuerda como fue preso “de tanto horror; las palabras y la
mímica de Carmen me transmitieron y me dejaron impregnado del tema nefasto del
cuento, por días y días.”, se refiere al “Cicuaneño negociante en harinas”, de
la que desprende una de las forma de impacto de la narradora la de “una
intérprete de la literatura que conmueva tanto”, y son los gestos, la imitación
a los personajes, las imposturas de la voz, los desplazamientos en el espacio
que convertían al relato en vívido. Pero es en El Zorro de Arriba y el zorro de abajo donde Arguedas la vuelve a
recordar esta vez con una descripción más precisa:
No hablaría así
ese García Márquez que se parece mucho a doña Carmen Taripha, de Maranganí,
Cuzco. Carmen le contaba al cura, de quien era criada, cuentos sin fin de
zorros, condenados, osos, culebras, lagartos; imitaba a esos animales con la
voz y el cuerpo. Los imitaba tanto que el salón del curato se convertía en cuevas,
en montes, en punas y quebradas donde sonaban el arrastrarse de la culebra que
hace mover despacio las yerbas y charamuscas, el hablar del zorro entre chistoso
y cruel, el del oso que tiene como masa de harina en la boca, el del ratón que
corta con su filo hasta la sombra; y doña Carmen andaba como zorro y como oso,
y movía los brazos como culebra y como puma, hasta el movimiento del rabo lo
hacía; y brama igual que los condenados que devoran gente sin saciarse jamás;
así, el salón cural era algo semejante a las páginas de los Cien Años ...
aunque en Cien años hay sólo gente muy desanimalizada y en los cuentos de la
Taripha los animales transmitían también la naturaleza de los hombres en su
principio y en su fin.
(Arguedas 1983, V: 22)[3]
El relato entonces, se vuelve palabra del cuerpo,
del espacio de la voz. Las palabras se juntan con otros lenguajes que vuelven
sobre sí mismas. Carmen Taripha las vuelve formas del decir el cuento. Y son estas formas las que nos interesa poner atención para volver sobre su palabra sea en los relatos que Lira recoge, sea a las versiones transcreadas.
[1] José Luis Ayala (2010) explica:
“Uno de los personajes al que José María
Arguedas conoció, trató y admiró su talento fue Carmen Taripha, de quien al
igual que Bertha Villanueva, no tiene una biografía por ser ambas mujeres
monolingües y que no han publicado libros personales que registren sus voces.
Carmen Taripha pertenece al mundo quechua y Bertha Villanueva al mundo aymara.”
En el mismo sentido resulta interesante cómo se reconoce a la extraordinaria
Carmen Taripha en Qosqo
qhechwasimipi akllasqa rimaykuna/ Antología quechua del Cusco (Itier (2012:
30-31).
[2] La escuchamos cuando niños en
Tulape, la ex hacienda Roma, del valle Chicama. Luego, hicimos varios trabajos
en los que recogimos sus relatos e historia de vida, publicados parcialmente en Tras las huellas de la memoria (1993).
[3] Arguedas va más allá de lo que
aquí estoy analizando. Discute el programa del boom: pone en tensión esa
genialidad de Gabriel García Márquez con la cautivante voz de Carmen
Taripha.
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