La sutileza en los cuentos de Carlos Eduardo Zavaleta


La sutileza en los cuentos de Carlos Eduardo Zavaleta
Por: Gonzalo Espino Relucé


La sutileza es una de la formas de realización del cuento en Carlos Eduardo Zavaleta (Caraz, Perú, 1928). Entiendo por sutileza a las diversas estrategias de un escritor para hacer aparecer que aquello que narra no solo como posible, sino como un hecho de la realidad, por lo mismo emparentada, con la resolución de la trama. De suerte que el tratamiento de una temática puede estar rodeada de otros elementos que aparentemente no son el foco ni el centro del relato o se asocia a una doble historia, lo que invita a pensar en las diversas formas de ficcionalización para un autor que se mueve entre lo andino y lo urbano, que explora diversas temáticas y cuyo signo característico es su modernidad.

La sutileza estará emparentada, en primer lugar, con una tentativa siempre innovadora, la misma que se vincula a situaciones cotidianas cuyo destino parece absolutamente inofensivo; por lo que, en tercer lugar, invita a evocar situaciones conocidas desde la instancia del lector, allí donde la memoria se mezclan con la historia. Y en cuarto lugar, desarrolla una poética del goce del relato, que sugiere un lector libre y que desde la instancia del narrador no interesa si se comparte o no las ideas que este esboza. Así, entonces, la sutileza hará que la violencia, uno de los rasgos de la narrativa de Zavaleta, más allá de su hiperrealismo, sea matizada por la ternura y las formas creativas de la ficción.

Tres son los relatos que podemos ubicar explícitamente dentro de la narrativa de la guerra interna. Aquí hay que hacer una ligera distinción. Zavaleta no es un narrador improvisado, ni le interesa las modas temáticas, como parece ser ahora con la narrativa de la guerra entre Sendero y el Ejército, sino un atento escritor que desde siempre ha estado interesado en abarcar un territorio más allá de lo que el mismo ha vivido, más allá de los espacios aldeanos para llegar a una suerte de trama que hacen que sus textos sean, finalmente, cosmopolitas. Una de las virtudes de este narrador será la continua exploración de la narrativa como un territorio abierto
[1], y cuyas características fueron definidas por Luis Fernando Vidal como la paradoja simultánea de la violencia y la ternura como elementos de la trama narrativa de Zavaleta[2].

No se trata entonces de un narrador que llega para cubrir un tema de moda. Zavaleta tiene la fina sabiduría del narrador que teje historias y las que hacen posible que los relatos de la violencia, sean así mismos piezas de una imaginería notable. Los tres cuentos fueron publicados sucesivamente en El padre del tigre (1993), cuyo cuento lleva el mismo título; en Sufrir sin cuidado (1996) aparece “Perico el heladero”, y, en Abismos sin jardines (1999) publica “Los dos tamaños del hombre”. Las tres piezas narrativas tienen en común el tratamiento de la memoria sobre la guerra interna, la forma como lo hace el autor de "La batalla" es desde los universos cotidiano y donde la sutileza es su forma de mayor logro.

Me voy a detener en “Perico el heladero”
[3]. Es la historia de un modesto hombre que lucha por surgir, que pasa de su condición de heladero a regentar un restaurante, proceso que observa un grupo de pobladores y que los senderistas sancionan brutalmente. La fábula de este cuento es lineal, sin embargo, la forma como se realiza el relato sugiere la complejidad de su tejido. “Todos lo veíamos en la plaza”, la historia nos propone un personaje marginal como protagonista, este tiene tres referentes: la casa camino a Huallanca, Jacinta y la naturaleza del Huandoy. En torno a estos referentes se fabula los logros de Perico y la iracunda violencia con que actúan los senderistas. Lo último que acabo de indicar, nos lleva a pensar en la imagen del progreso y la violencia senderista.

El mito del progreso está arraiga en toda la población peruana. Esta consiste en el acceso a una nueva situación social que supere la anterior como fruto, principalmente de la educación, “si estudias, progresas”; la otra forma de realización del mito es exactamente la que ocurre en este relato, si te esfuerzas, puedes progresar y una tercera forma tiene que ver con la fascinación que tiene la ciudad, la misma da prestigio al sujeto migrante frente a su coterráneos. El narrador confirma con sorpresa los progresos del personaje, aquel que era parte del paisaje, ha conseguido, no solo a Jacinta, sino que ha construido un restaurante y tiene ahora sus peones, ha alcanzado su metas. Tendremos que convenir que las transformaciones operadas en la casa de Perico será el indicador, basado, claro está en el trabajo. Aquella “casucha de adobes” se transformó en una “Bonita casa” (346). Aquel hombrecito del paisaje, había levantado las comodidades para continuar trabajando, ahora pasaría de la heladería a la venta de comida, sin dejar lo primero. Pero más, había conquistado Jacinta (“Perico y ella nos convidaron barquillos gratis y nos invitaron a su boda”; 347), sugeriendo la desazón de los chicos de centro urbano. El narrador simplemente constata: “Por lo visto, las costumbres ya eran otras. El ojo de Perico estaba en todo” (348), que pone en tensión entre aquellos “notables”, la gente de pueblo y el modesto “heladero”, el chuto. Fruto de su tesón, de su imaginación, de su habilidad Perico había progresado, en el sentido peruano del término, es decir, posee una casa, tiene peones, etc. Si “las costumbres ya eran otras”, para los senderista el posesionamiento de Perico aparece como un traición. El mensaje parece ser que los indígenas, que los campesinos, no pueden ni deben progresar. El progreso desde la óptica senderista sería contrarrevolucionario.

El segundo asunto nos invita a reflexionar sobre el sentido de la frase que Perico indica frente a la incursión de los terroristas:

“-Bandido será, per’ no como los de antes –dijo Perico-. Aura cobardes, la cara
no dan estos senderistas. Todo envidia es porque soy progreso.” (349).

En la percepción del heladero, los senderistas simplemente son bandidos, es decir, gente que está fuera del orden social, pero estos bandidos, adicionalmente asumen una característica, “no son como antes”. Es decir, no se enfrentan, se esconden, se ocultan, son en definitiva “cobardes”. Y cobarde, tiene aquí ver con una primera cuestión: no son capaces de pelear en condiciones de igualdad, no se dejen ver, actúan a escondidas y traman a escondidas sus incursiones. Y extendida la frase, hay que convenir que para el código de guerra del senderismo, los que trabajan, los que progresan, los que no se unieron a su causa, simplemente, se convirtieron en su enemigos de clase, la sanción es la cruenta matanza. La cobardía se traduce en el salvajismo extremo con que aparecen los registros de la violencia, tal como se aprecia en las descripciones que hace nuestro narrador. Cabezas molidas por los golpes, cuerpos descuartizados, degollados, despedazados, etc.
Desde ahí les vimos disparar demasiado sus metralletas, golpear demasiado con las culetas, arrastrar a dos o tres personas de los pelos, tumbarlos y chancarlos con piedras (¿mataban a los peones de Perico?, gritarse entre ellos para volver a la camioneta, mirar por un instante el incendio y la destrucción, como si fuera un magnífico espectáculo, y partir gritando, riendo e insultando a Perico el heladero y a Jacinta la puta de su madre.
¿Había despertado otro monstruo del tamaño de Huandoy? Corrimos a contar los heridos. No había ni uno, todos muertos, aplastados con piedras o degollados por el jardín. En la cocina, las muchachas apuñaladas. Pero, oh no, Jacinta tenía un tiro en la nuca y exhibía el calzón, quizá lista para ser violada. Le bajamos la falda y seguimos buscando a Perico entre el polvo y los manchones de humo. (351).
La violencia senderista se expresa contra el progreso. La trama narrativa ubica el hecho en otra dimensión. La del chuto, la de Perico, que deja de ser parte del paisaje para revelarse como el signo del progreso personal y al mismo tiempo de toda la población, lo que explica porque pobladores van tras los terroristas. Los relatos de Zavaleta pertenecen a ese tipo de narrativa que ofrece diversos tratamientos temáticos, al mismo tiempo, la sutiliza del relato está marcada por el narrador que se desdobla en uno de los personaje o que nos deja la sensación de ser un narrador colectivo, al final, lo hace con el menos esperado, que resulta ser el testigo de la matanza. Sorprende que quien narre al final del sea el “ocioso Medardo”. Si el hiperrealismo registra el evento de la violencia, lo es al mismo tiempo por la forma sutil con que Zavaleta trabaja el relato.

    Referencias:

    [1] “Discusión de la narración peruana” en La Gaceta de Lima, nº 12, año II, Lima, oct-nov-dic. 1960: p.10
    [2] El fuego y la rutina. Antología. Prol. Luis Fernando Vidal. Lima, Biblioteca Peruana, 1974; p. 11-12.
    [3] Zavaleta, Carlos Eduardo. Cuentos completos 3. Lima, Universidad Ricardo Palma, 2004; pp. 345-353.

    Foto: Congreso Literario El gozo de la palabra, homenaje a Carlos Eduardo Zavaleta. Caraz, Perú, 13-15 de marzo 2008. José Antonio Salazar entregando el reocnocimiento del INC-Ancash a Carlos Eduardo Zavaleta (13-03-08).

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