Gabriel García Márquez
Cien años de soledad
(fragmento)
Dos horas después, su padre fue a buscarla al costurero. «Prepare sus cosas -le dijo-. Tiene que hacer un largo viaje.» Fue así como la llevaron a Macondo. En un solo día, con un zarpazo brutal, la vida le echó encima todo el peso de una realidad que durante años le habían escamoteado sus padres. De regreso a casa se encerró en el cuarto a llorar, indiferente a las súplicas y explicaciones de don Fernando, tratando de borrar la quemadura de aquella burla inaudita. Se había prometido no abandonar el dormitorio hasta la muerte, cuando Aureliano Segundo llegó a buscarla. Fue un golpe de suerte inconcebible, porque en el aturdimiento de la indignación, en la furia de la vergüenza, ella le había mentido para que nunca conociera su verdadera identidad. Las únicas pistas reales de que disponía Aureliano Segundo cuando salió a buscarla eran su inconfundible dicción del páramo y su oficio de tejedora de palmas fúnebres. La buscó sin piedad. Con la temeridad atroz con que José Arcadio Buendía atravesó la sierra para fundar a Macondo, con el orgullo ciego con que el coronel Aureliano Buendía promovió sus guerras inútiles, con la tenacidad insensata con que Úrsula aseguró la supervivencia de la estirpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda, sin un solo instante de desaliento. Cuando preguntó dónde vendían palmas fúnebres, lo llevaron de casa en casa para que escogiera las mejores. Cuando preguntó dónde estaba la mujer más bella que se había dado sobre la tierra, todas las madres le llevaron a sus hijas. Se extravió por desfiladeros de niebla, por tiempos reservados al olvido, por laberintos de desilusión. Atravesó un páramo amarillo donde el eco repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos premonitorios. Al cabo de semanas estériles, llegó a una ciudad desconocida donde todas las campanas tocaban a muerto. Aunque nunca los había visto, ni nadie se los había descrito, reconoció de inmediato los muros carcomidos por la sal de los huesos, los decrépitos balcones de maderas destripadas por los hongos, y clavado en el portón y casi borrado por la lluvia el cartoncito más triste del mundo: Se venden palmas fúnebres. Desde entonces hasta la mañana helada en que Fernanda abandonó la casa al cuidado de la Madre Superiora apenas si hubo tiempo para que las monjas cosieran el ajuar, y metieran en seis baúles los candelabros, el servicio de plata y la bacinilla de oro, y los incontables e inservibles destrozos de una catástrofe familiar que había tardado dos siglos en consumarse. Don Fernando declinó la invitación de acompañarlos. Prometió ir más tarde, cuando acabara de liquidar sus compromisos, y desde el momento en que le echó la bendición a su hija volvió a encerrarse en el despacho, a escribirle las esquelas con viñetas luctuosas y el escudo de armas de la familia que habían de ser el primer contacto humano que Fernanda y su padre tuvieran en toda la vida. Para ella, esa fue la fecha real de su nacimiento. Para Aureliano Segundo fue casi al mismo tiempo el principio y el fin de la felicidad.